domingo, 7 de marzo de 2010

El boxeador

No fue ni lo más heroico, ni lo más traumático, ni lo más emocionante que me haya pasado en la vida. Pero resulta una anécdota que se me quedó grabada aunque fuera una tontería. Es graciosa, la verdad.

Resulta que hace unos años, cuando todavía vestía pantalones de tirantes y camisas a cuadros, volvía a casa con mi amigo Jaime en el metro de Bilbao después de haber pasado una divertida tarde en el parque de atracciones. Estábamos en Navidad y el vagón se encontraba atestado de ciudadanos inquietos que regresaban a sus hogares después de ultimar sus compras navideñas. Los transeúntes nos agolpábamos contra los asientos, en los pasillos, junto a la puerta,...en todas partes. Por desgracia, Jaime y yo tuvimos la mala suerte de ir a parar a una esquina del vagón aplastados por un aldeano canoso y regordete con cara de pocos amigos. El anciano en cuestión no paraba de maldecir por lo bajo con tacos que yo jamás había escuchado y que nunca hubiera imaginado que existieran. El hombre desprendía un fuerte hedor a vino barato.

Pasábamos estaciones y el metro se iba descongestionando paulatinamente conforme nos alejábamos de la gran urbe. Aún así, no había ni un espacio libre en los asientos que en el metro de Bilbao se caracterizan por ser de color rojo. ¡Dichosos asientos rojos! Mis flacuchas piernas no aguantaban tanto tiempo de pie, y más aún después de una larga tarde haciendo el paripé de mil formas diferentes en las atracciones con Jaime que en ese momento cedía al cansancio y dormitaba placidamente con la cara aplastada contra el cristal del vagón.

Cuando ya había perdido toda esperanza de terminar el trayecto cómodamente sentado, una señora atestada con bolsas de regalos levantó sus gordas piernas y dejó ver a los ojos de todos, el deseado asiento de color rojo. “Esta es la mía”, pensé. Y me solté de la barra para correr desangelado hacia el asiento. Cuando ya rozaba con mis dedos la suave textura del reposabrazos del asiento, una mano me agarró con fiereza por el hombro para después agitarme con fuerza. Giré la cabeza lentamente, asustado. Y me encontré de bruces con el viejo de los tacos originales.
-¡¿Pero qué clase de educación es esa niñato!?- me gritó el señor escupiéndome cada una de las palabras- ¿No te han enseñado en tu “casita” a ceder el asiento a persona mayores? Todos los jóvenes de hoy en día sois unos jodidos mimados. No valéis ni un carajo. Ya os enseñará la vida, ya os enseñará- dijo. Yo me quedé petrificado. No sabía qué hacer. Los alaridos habían despertado a Jaime que me miraba asustado desde la esquina del vagón. El aldeano me soltó y se acercó dando tumbos hacia el asiento. Tenía que decirle algo al hombre para demostrarle que yo no era un maleducado como el resto de los niños que había mencionado y lo único que se me ocurrió fue decirle: “Pues en mi casa sí que me han enseñado a ceder el asiento a viejos como tú”, dije con la voz más educada y cordial que pude. Pero mis palabras no le debieron agradar porque el hombre se dio la vuelta rojo de ira y mirándome fijamente a los ojos me chilló mientras se señalaba la cara: “¡Tócame la nariz!- yo no entendía nada- ¡He dicho que me toques la nariz!”. Y al ver que yo no reaccionaba se apretó con el dedo su propia nariz hasta hundirla como si fuera de goma.
- ¡Este viejo que tienes delante ha sido boxeador durante 30 años así que guárdale el respeto niñato!
Me quedé paralizado por el miedo y justo cuando pensaba que me iba a romper la cara, Jaime me agarró de la camisa a cuadros y me empujó fuera del vagón. Las puertas se cerraron y el anciano seguía gritándome desde dentro apretándose la nariz con el dedo. Ahí es cuando decidí dejar de lado mi buena educación y mostrarle al boxeador el único gesto soez que me había enseñado mi hermana hasta la fecha: con lágrimas en los ojos le hice un rápido corte de manga y me largué corriendo lloriqueando.

Desde aquel día he aprendido a ceder el asiento a las personas mayores en el metro y no porque tema que me vayan a amenazar hundiéndose la nariz, de verdad.

domingo, 28 de febrero de 2010

Pesadilla

Una noche soñé que un niño me comía. Sabía que era algo paranoico pero en el momento me produjo una congoja inimaginable. El pequeño me introducía en su boca desdentada para relamerme gustosamente y hacer que yo descendiera poco a poco... Esa mañana me desperté sobresaltado, empapado en sudor y temblando de arriba abajo. Había sido horrible: la peor pesadilla de mi vida. Que me tragara alguno de esos pequeños monstruitos era una opción que nunca antes había barajado. ¡Vaya estupidez!

Me costaba tranquilizarme pero a medida que avanzaba la mañana iba recobrando la normalidad. Más aún cuando salí con mi ama para hacer los recados matutinos. Hacía un día estupendo; el sol ardía en mi cara y yo iba danzando alegremente al compás de los pasos que daba ella. Fuimos a la pescadería, a la frutería y al kiosko para comprar el periódico. Finalmente, entramos en la panadería donde supe que podía llegar mi momento.

-Buenos días, señora- dijo Paquita, la dependienta.
-Buenos días- contestó mi ama- me pone una baguette recién hecha por favor.
-Por supuesto. Es un euro exacto, querida.

Entonces, alguien me agarró con fuerza y me lanzó contra la cristalería del mostrador sin que yo opusiera resistencia. Tintineé varias veces hasta que aterricé junto a una barra de pan recién horneada. La dependienta me cogió con sus finos dedos que desprendían un agradable olor a harina fresca mientras mi Don Juan Carlos esbozaba una tremenda sonrisa. Abrió la caja registradora y me depositó suavemente en ella. Por fin estaba en casa.

sábado, 27 de febrero de 2010

viernes, 26 de febrero de 2010

Grata bienvenida

Cecilia leyó una y otra vez la dirección para asegurarse de que no se había equivocado. Se hallaba frente al portal de un viejo edificio que transmitía una cierta tristeza. Unos negros barrotes cruzaban diagonalmente la puerta de acceso y, prácticamente invisible por la oscuridad, un pequeño letrero rezaba el nombre de la calle: Avenida Zubeltia. A su lado, dibujado en el cristal, un blanco veintitrés indicaba el número de la travesía. Aquellas señas coincidían con los trazos nerviosos anotados en la pequeña cuartilla arrugada que la joven muchacha agarraba con fuerza. Eran las indicaciones que le había dado su madre durante la conversación telefónica que había cambiado trascendentalmente su vida.

Su abuela Cecilia había fallecido unas semanas antes. Ahora no tenía nadie con quien vivir en Quito, su ciudad natal. Nunca llegó a conocer a su padre, ya que, tal y como su abuela le explicó en incontables ocasiones, desapareció en cuanto supo que su novia estaba embarazada. De su madre tampoco conservaba ningún recuerdo. Cuando ella aún era muy pequeña, se marchó a Bilbao, la ciudad en la que ahora se encontraba, en busca de una vida mejor con la que poder mantener a su madre y a su hija. Todos los meses llegaba a su casa de Quito un sobre con 500 euros y una carta en la que procuraba narrar algún suceso destacado de su vida en España. Gracias a ellas sabía que su madre trabajaba de dependienta en una ferretería de la Gran Vía y que se había casado con un apuesto español.

Y allí estaba ella, delante de lo que seguramente sería su nuevo hogar. Se le presentaba una nueva vida, pero no era una idea que le entusiasmara, es más, se sentía desconfiada e insegura. En su interior se daban cita sentimientos contrapuestos de emoción y de angustia: ¿Cómo sería su madre? ¿La querría y le cuidaría tanto como lo había hecho su abuela, o por el contrario, la mantendría en su casa como una carga, explotada y trabajando todo el día para ganar dinero?

Al fin se decidió a pulsar el timbre. Ya no podía echarse atrás. Permaneció a la espera mientras se removía el pelo y recordaba las frases que tenía pensado pronunciar. La respuesta se hizo esperar. Una voz con un acento desconocido para ella sonó desde el telefonillo:

—¿Diga?
—Sí… Soy, eh… Cecilia Meneses, la hija de Consuelo, que…
—Pasa, pasa. Basta con que empujes la puerta.

Y colgó. Enseguida, Cecilia, más impaciente que nunca, apoyó su cuerpo contra la puerta y ésta se abrió. Arrastró la maleta, alcanzó el ascensor y subió hasta el quinto piso. Justo cuando se disponía a empujar la puerta, alguien lo hizo desde el otro lado y se dejó ver. Se notaba que no había querido asustar a la recién llegada, pero sí impresionarla. Un hombre alto, con el pelo largo y canoso y un rostro alargado, le miró fijamente a través de unas lentes de plástico. No le dirigió palabra. Tan sólo inclinó la cabeza hacia abajo. Cecilia no supo cómo interpretar aquello. Se decidió a pronunciar las primeras palabras:

—Eh… Buenas noches.
—Hola, buenas noches —respondió él. Tenía una voz seca y desgastada, seguramente, por su adicción al tabaco. No se movió de su sitio. Sin lugar a dudas, esperaba que ella llevara la iniciativa de la conversación con cualquier tema.
—Me llamo Cecilia —le tendió la mano—. Verá, vengo desde Ecuador. Supongo que mi madre le habrá hablado de mí… Ella me ha contado algo sobre usted, sabía que…
—Disculpe, ¿me permite? —avanzó hasta el interior del ascensor—. ¿Se queda entonces en esta planta?
—Eh…Sí, pero…
—De acuerdo. ¿Puedo pasar, entonces? Gracias.
Cecilia, confundida, salió del ascensor.
—¡Cecilia!
Una mujer de baja estatura y rasgos latinos acababa de abrir una de las puertas que daban al rellano y, al ver a su hija, se lanzó sobre ella y la cubrió de besos.
—¡Qué alegría verte! ¿Cómo estás? —enseguida giró la cabeza y reparó en el hombre del ascensor—. Buenas noches, Andrés. ¿Hay novedades?
—No, señora. Desde que sustituí a José en la portería no ha pasado nada interesante.

lunes, 8 de febrero de 2010

Un cambio trascendental

Caminaba deprisa por el largo pasillo de mármol que conducía a la sala de prensa; el golpeteo de mis zapatos castellanos contra el suelo había alentado, seguramente, a la masa de periodistas que había convocado y que se encontraban detrás de la puerta, justo enfrente de mí. Me detuve al llegar ante ella. Respiré hondo, me retoqué el pelo y con una mano sudorosa bajé la manilla. Por un momento, el miedo paralizó mi cuerpo: sabía que aquella rueda de prensa cambiaría radicalmente mi vida. Pero la decisión ya estaba tomada. No había vuelta atrás. Me llené de valor y apoyé mi cuerpo contra la puerta, que, suavemente, se abrió.

Asomé la cabeza y me dirigí titubeante hacia la mesa, intentando aparentar serenidad y ocultar mi nerviosismo. Esbocé una sonrisa forzada. Cientos de flashes me cegaron repentinamente los ojos y los escasos murmullos que aún se escuchaban en la sala se mezclaron con el ruido de las máquinas de fotos, que disparaban sin cesar.

Antes de sentarme en una silla, junto al jefe de prensa, alcé la cabeza tímidamente para observar lo que se encontraba ante mí: una muchedumbre de periodistas abarrotaban la inmensa sala y todos ellos tenían los ojos fijos en mí. Ya habían dejado de sacar fotografías y ahora estaban expectantes.

Por fin, reposé mi cuerpo sobre el asiento giratorio e, impulsándome hacia delante, enderecé el micrófono. Ahora apuntaba directamente hacia mi boca. El silencio en la estancia era total. Todos esperaban que enseguida me decidiera a pronunciar las primeras palabras. Pero yo no me veía todavía con las fuerzas suficientes para afrontar aquello.

Las cosas, eso sí, podían ir peor de lo que esperaba, tal y como ocurrió entonces. Mack Crow, el jefe de prensa, me susurró al oído:
- Modera tu tono de voz. Ya sabes: selecciona bien tus palabras y sigue el plan establecido. Nos retransmitirán en directo. Ni siquiera han dejado el margen acostumbrado de cuarenta segundos para los imprevistos. Bueno, ya sabes, lo de siempre.

Asentí con la cabeza y tragué saliva; no había imaginado que esta rueda de prensa iba a generar tanta expectación. Aunque llevaba días pensando sobre las palabras que dirigiría al mundo entero, en aquel momento me sentí súbitamente incapaz de iniciar la primera frase. Bajé la cabeza cerrando los ojos y unas palabras retumbaban en mi cabeza “No puedo, no puedo”…. Al abrir los ojos, me encontré con mi mano derecha en cuyo dedo anular brillaba un reluciente anillo de oro. Sin saber muy bien por qué, aquella visión me llenó de coraje.

Con una voz temblorosa comencé mi discurso:

- Buenos días, supongo que les extrañará tanto como a mí que les haya convocado hoy aquí sin ningún motivo aparente. Pero lo cierto es que llevo tiempo, años quizás, reflexionando y recapacitando acerca de algo que por fin, después de tanto tiempo, he decidido sacar a la luz. Con el apoyo y consejo de mi mujer, que ha sido en la única, realmente, en quien he podido confiar, he llegado a la conclusión de que el mundo entero debe saber la verdad. Seguramente, habrá muchas personas que preferirían no enterarse de lo que voy a revelar, ya que a veces la ignorancia es el mejor sedante para muchos de los problemas que nos rodean en el día a día. Créanme: lo que voy a contarles a continuación cambiará el rumbo de la historia; seguramente es el secreto de mayor trascendencia que he guardado en toda mi vida. Soy consciente de que a muchos les perjudicará, y por eso temo por mi vida más que nunca y…

Entonces, levanté la cabeza (como estaba previsto) y miré fijamente al periodista que estaba apoyado en una columna. De repente, estiró su brazo derecho y me apuntó con una gruesa pistola negra directamente a mi frente. El terror me invadió el cuerpo pero justo entonces, en el momento más importante, mi alergia a los ácaros me jugó, de nuevo, una mala pasada, y solté un fuerte estornudo.

Como me temía, al momento se oyó la voz de Steven:

-¡Corten!- y todos los operarios miraron hacia el director. - ¡Jack! Estoy harto de tus estornudos. ¡Contente! Es la quinta vez que tenemos que parar por esto-, me gritó irritado señalándome con su dedo índice.
- Lo sé, Steven- respondí humillado- pero esta mesa está llena de polvo y me es imposible aguantarme.
- Bueno… no te preocupes- dijo mientras se acomodaba en su asiento- pero esta vez quiero que cuando bajes la cabeza y mires el anillo te resbale una lágrima por la mejilla ¿De acuerdo?

Asentí con la cabeza y me levanté de la silla. Abandoné la sala dando un ligero portazo: como ya me habían advertido, trabajar con Steven era más difícil de lo que aparentaba porque le encantaba exigir cosas imposibles. ¿Cómo iba a poder contener un estornudo, con mi colosal alergia? Pero, claro, por eso era uno de los directores más prestigiosos de Hollywood. Y por algo yo era un joven e inexperto actor. Había depositado toda su confianza en mí y no podía fallarle justo ahora, en la escena más importante del rodaje. Realmente esa rueda de prensa podría convertirme en un actor de primera línea.

Así que, tras oír la voz de Steven gritando “¡Acción!”, por un momento, el miedo paralizó mi cuerpo: sabía que aquella rueda de prensa cambiaría radicalmente mi vida. Pero la decisión ya estaba tomada. No había vuelta atrás. Me llené de valor y apoyé mi cuerpo contra la puerta, que, suavemente, se abrió.

miércoles, 3 de febrero de 2010

La gran batalla

La fuerte tormenta azotaba el navío con fiereza. Unas olas titánicas rompían contra el casco produciendo un ruido atronador, y el agua, que se acumulaba en la cubierta, arrastraba violentamente pequeños objetos de lado a lado del barco. Las repentinas ráfagas de viento agitaban las velas, casi arrancándolas de cuajo del mástil. El timón del barco giraba descontrolado. La bandera pirata, colgada en lo alto del palo mayor, bailaba una danza irregular al son del himno que la naturaleza, desbocada, estaba componiendo.

Contra todo pronóstico, los tripulantes del barco estaban aguantando con temple la difícil situación. Apenas mostraban nerviosismo alguno. A decir verdad, ya eran muchas las tormentas que habían sufrido juntos, y por algo eran considerados los piratas más temibles de todos los mares. En el momento crítico de una batalla como la que ahora tenían que afrontar, las condiciones climatológicas no suponían un gran problema. Todos esperaban expectantes la llegada de los rescatadores. Seguro que llegarían. Al fin y al cabo eran superhéroes. ¿O no?

— ¡Que cada uno ocupe su sitio! —bramó el capitán desde su puesto de mando. La lluvia le empapaba el rostro y convertía aterradoras sus facciones. Con el garfio de la mano derecha procuraba aferrarse a un cabo cercano, y con la izquierda alzaba la espada apuntando hacia el cielo.

Barbie chillaba histérica: atada de pies y manos al mástil principal, no lograba desasirse de aquellas gruesas cuerdas. El resto de los tripulantes la ignoraban. Tenían mucho que hacer, y el placer de la prisionera podía esperar.

Un hombre vestido de negro surgió de la nada. O eso pareció al menos. ¿Su identidad? Nadie lo sabía. Aterrizó sobre la cubierta dando un ensordecedor grito de furia. Sus ojos refulgentes, detrás del antifaz, conferían a su aspecto una gran ferocidad. El bordado de un murciélago amarillo brillaba en la armadura a la altura de su pecho.

— ¡Garfio! —exclamó el recién llegado apuntando al capitán con el dedo índice de su mano derecha—. Libera ahora mismo a esta joven o tú y tus hombres moriréis aquí esta noche.

Pero Garfio comenzó a reírse con grotescas carcajadas que resonaron a lo largo y ancho del barco.

—Cuento con la mejor tripulación de los cinco continentes. ¿Y crees que tú, un simple hombre-murciélago, lograrás destrozar nuestros planes? ¿Eso es lo que crees? Confiaba en que al menos vendría un ejército entero para salvar a la muchacha.

Al oír estas palabras, Batman bajó la cabeza y esbozó una malévola sonrisa. Y en ese preciso instante, de improviso, una telaraña se pegó en el mástil, al tiempo que Spiderman hacía su aparición unos metros por encima de los demás, de cuclillas sobre el palo horizontal del mástil.

Desde el cielo, Buzzlightyear se posó justo detrás de Garfio. Estiró su brazo derecho y le apuntó directamente al entrecejo, a fin de destruirlo con su láser infernal.

— ¡Javier! ¿Me quieres decir qué demonios estás haciendo? —Mi madre asomó la cabeza junto a la puerta del cuarto de baño—. Anda, haz el favor de salir ahora mismo de la bañera. A ver… Sí, ya tienes los dedos arrugados. Rápido, sal, tu hermana te está esperando para bañarse. ¡Ah! Y trae aquí su Barbie, que lleva un buen rato buscándola.

No tuve otra opción. Me incorporé con lentitud. Mamá arrancó la muñeca del mástil del insigne barco pirata de Playmobil. Chapoteé el agua con rabia: la batalla entre Garfio y sus secuaces contra los superhéroes tendría que esperar hasta mañana. Bah, mejor que mejor.